La defensa del medio ambiente y los derechos humanos en tiempos de despojo.
A finales de los años noventa, el músico francés Manu Chao, en su canción «Señor Matanza», ofreció una poderosa crítica a la violencia en Colombia, exponiendo las heridas infligidas por el paramilitarismo y las guerrillas sobre un pueblo dominado por el terror. Estas fuerzas, aunque ideológicamente opuestas, se convirtieron en verdugos de la paz, dejando a los más humildes atrapados en un ciclo de muerte y exilio, en donde hasta el más inocuo movimiento de una hoja sobre el campo era voluntad de estos “señores de la muerte”. Su legado es un recordatorio de que la violencia, en cualquiera de sus formas, se nutre de la desesperanza y la opresión.
Como señala el periodista Nicolás Ibargüen, en un país que es el segundo más biodiverso del mundo, nos enfrentamos a una realidad alarmante: Colombia es también el líder mundial en asesinatos de defensores ambientales. Esta trágica paradoja no es casual. Es un reflejo de un sistema y una idiosincrasia donde los intereses económicos, representados por grandes corporaciones, prevalecen sobre la vida humana. Cabe resaltar que los responsables de estas muertes no son solo quienes tiran del gatillo, sino también aquellos que, desde sus cómodas oficinas, deciden que un territorio y la explotación de sus recursos, valen más que la vida de quienes los habitan.
Empresas como Chiquita Brands, Drummond y Ecopetrol han sido acusadas de complicidad en estas violencias, al buscar despojar a comunidades de sus tierras para satisfacer sus ansias de lucro o al pactar con estos grupos para lograr algún cometido económico. Así no lo veamos, el verdadero impacto de estos asesinatos se siente en las comunidades que quedan huérfanas de sus líderes. Estos hombres y mujeres, muchas veces olvidados, son quienes han arriesgado sus vidas defendiendo no solo su entorno, sino también la dignidad y los derechos de sus pueblos. Su valentía y compromiso son dignos de reconocimiento y respeto, un faro de esperanza en medio de la oscuridad.
Es fundamental señalar que las mismas guerrillas que se presentaban como defensores del pueblo cayeron hace ya largo tiempo en la trampa de la violencia. Al llevar a cabo ataques contra líderes sociales y ambientales, al quemar bosques y bombardear oleoductos están cayendo en el error del más básico y terco fascismo: Creer que la vida vale menos que las ideas. Esta contradicción revela una profunda crisis ética y moral dentro de los movimientos que se plantearon allá a mediados de los 60’s, ser protectores de los más vulnerables.
Es necesario imaginar un futuro donde el activismo ambiental y la defensa de los derechos humanos sean valorados y protegidos, donde los líderes sociales no tengan que vivir con el miedo a la muerte por luchar por su gente y su tierra. En donde se entienda que detrás de toda problemática medioambiental hay otra social que subyace. Su sacrificio debe ser un llamado a la acción colectiva para erradicar la impunidad y crear un entorno en el que la vida, en todas sus formas, sea el valor supremo.
A medida que reflexionamos sobre esta dolorosa realidad, debemos comprometernos a amplificar las voces de quienes han caído y de quienes siguen en la lucha. Porque en la defensa de la vida, cada acto de valentía es un paso hacia un mañana más justo y sostenible. La riqueza de Colombia no se encuentra en la explotación de sus riquezas hídricas ni del subsuelo, pues eso solo nos condena a vivir en un país saqueado y empobrecido. La riqueza de nuestro país se encuentra en la dicha y la fortuna de la vida y su diversidad, la cual se manifiesta en las sonrisas de nuestra gente, en los miles de colores de nuestras montañas y valles, en los sabores que se sienten al comer nuestras delicias y al bailar nuestras canciones. Es a esto tal vez a lo que se refería Michael Foucault cuando hablaba de que hay políticas de muerte (tanatopolítica) y políticas de la vida (biopolítica). Por más que muchos quieran seguir en las lógicas de explotación territorial, debemos empezar a pensar en aquellas prácticas económicas y políticas que garantizan un futuro mejor para todos y para todas.
Actividades como el turismo comunitario, solidario, consciente y que se piense desde la sostenibilidad son ejemplos básicos de cómo generar un desarrollo latente desde los territorios y hacia la vida. Esta es nuestra oportunidad como nación para apuntar en conjunto a un mismo sur. Para que todos nosotros, colombianos y colombianas nacidas en las ciudades o en la ruralidad más profunda, podamos colaborar en la búsqueda de un futuro más justo, no solo para nosotros mismos y los que vienen sino también para la naturaleza que habitamos y habitaremos siempre.
El llamado final es también a aquellos quienes no logran encontrar la voluntad de paz y siguen portando rifles, ya sea en sus manos o en sus corazones. La paz, aunque siempre perfectible, es lo único que traerá un verdadero progreso a nuestras vidas, pues la paz se vale de sí misma y es, lo creamos o no, la única búsqueda que vale la pena realizar en nuestras vidas. Hagamos de las palabras “vida y paz” las palabras que guíen el accionar conjunto de esta sociedad que tanto se las merece.